Vallejo, Irene: EL INFINITO EN UN JUNCO

Ed. Siruela, 2019.

452 págs.

"La invención de los libros en el mundo antiguo".

Ensayo.


Irene Vallejo (Zaragoza, 1979), doctora en Filología Clásica, plasma su desbordante erudición y el evidente enamoramiento que siente por cultura clásica para adentrarnos en un recorrido por la historia de los libros en la época antigua, a través de esta obra, galardonada en 2020 con el premio nacional de ensayo. 

No obstante, las dos partes en las que se articula, Grecia y Roma, trascienden el tiempo y el espacio.  Son continuas las referencias y paralelismos a otras culturas y épocas, incluida la contemporánea, desde la que la autora se declara lectora empedernida, gracias a la devoción por la lectura que le inculcaron en su infancia, especialmente su madre; y ejemplo mismo de que un buen libro puede cambiarte la vida:

"He crecido, pero sigo manteniendo una relación muy narcisista con los libros. Cuando un relato me invade, cuando su lluvia de palabras cala en mí, cuando comprendo de forma casi dolorosa lo que cuenta, cuando tengo la seguridad —íntima, solitaria— de que su autor ha cambiado mi vida, vuelvo a creer que yo, especialmente yo, soy la lectora a quien ese libro andaba buscando."

"Los libros nos ayudan a sobrevivir en las grandes catástrofes históricas y en las pequeñas tragedias de nuestra vida (...) La literatura ha sido la salvación de los condenados, ha inspirado y guiado a los amantes, vencido la desesperación, y tal vez en este caso pueda salvar al mundo".

El infinito en un junco es una lectura densa, plagada de datos, anécdotas históricas y personales, reseñas y citas literarias, metáforas y paralelismos pasado-presente, conexiones con la música y el cine..., que no puede ser abordada de forma superficial. Lápiz en mano, el subrayado y las consultas a Google se hacen constantes e inevitables.

Lo que menos me ha gustado han sido los continuos saltos hacia atrás y adelante en la exposición, cayendo incluso en repeticiones, así como la amalgama y, a veces, desconexión entre unos temas y otros. He tenido la sensación de que necesitaba ir metiendo la ingente cantidad de datos con los que -como ella misma dijo en una entrevista- tenía empapelada la habitación en el tiempo que duró la fase de recopilación y redacción de su libro, adoleciendo a veces, del necesario engranaje, interrelación  y orden entre ellos.

Pero lo que sí me ha deslumbrado, definitivamente, ha sido su desbordante erudición, la fluidez, sutileza y por otra parte, aparente sencillez con la que se expresa

Sin duda, han merecido la pena cada una de sus 452 páginas, entre las que, pese a los numerosos datos que se me han pasado -imposible asimilarlos todos-, he recordado mucho (Alejandro Magno, la elaboración del papiro, la mitología greco-romana, la riqueza de los graffitis de Pompeya, el irreverente Marcial y los epigramas de mis traducciones de 2º de Filología Hispánica, etc, etc.); pero he aprendido más: etimologías que desconocía, como la de Wikipedia, lustro...; la faceta tirana y censora de Platón, la defensa feminista de Ovidio, que le costó el destierro, por chocar con la política moralizante de Augusto... Son tantas las anotaciones que he tomado, las veces que he tenido que parar para refrescar datos, que la lista sería interminable. Aquí dejo una parte.

Algunas anotaciones, curiosidades y citas:

Prólogo:

Los libros, como símbolo de poder de los mandatarios: engañar,  sobornar , incluso matar.

1. La ciudad de los placeres y los libros

-        Alejandría, siglo 3 a.C.,   "la capital del sexo y la palabra".

3. Alejandro: el mundo nunca es suficiente

  • Alejandro fundó 70 ciudades en la ruta desde Turquía hasta el río Indo.
  • Al igual que Don Quijote, imitando las aventuras de las novelas de caballerías, Alejandro Magno reproducía con frecuencia torturas leídas en sus obras inspiradoras, la Odisea y la Ilíada. Por ejemplo, al gobernador de Gaza lo arrastró con un carro hasta morir, al igual que Héctor en la Ilíada.
  • Otras veces, benévolo con sus sometidos, como la familia del vencido rey persa Darío.
  • La lengua griega tiene una palabra para nominar su obsesión: “pothos” (el ansia del amor inalcanzable, la añoranza de un ser querido muerto). La suya era llegar al “fin del mundo”, según su maestro Aristóteles se encontraba tras las montañas de Hindu Kush.

6. El amigo macedonio

  • Macedonia, a regañadientes, formaba parte del mosaico de estados griegos “el patito feo” de los griegos, por su dialecto casi ininteligible, sus costumbres más arcaicas, monarquía tradicional… Pero Alejandro acabó con esa actitud de menosprecio, hasta tal punto que los griegos lo hicieron suyo: cuando estuvieron bajo el yugo turco-otomano, soñaban con que Alejandro regresaría de nuevo para liberarlos. Algo parecido ocurrió en Francia con Napoleón a medida que iba conquistando Europa: de provinciano corso pasó a francés de primera. “El triunfo es un pasaporte al que nadie pone objeciones” (pág. 34).
  • La idea de un imperio mestizo (al contrario de Hitler): casando a sus soldados con mujeres de la aristocracia persa y entregándoles una gran dote.
  • A los 24 años funda Alejandría, a los 25 ya ha sometido muchos territorios, a los 32  (unos menos que Jesucristo) muere en Babilonia por altas fiebres. El enigma de si fue asesinado/envenenado por los suyos, por el propio Ptolomeo, quizás –película Alexander, con Anthony Hopkins-, no ha podido ser descifrado por los historiadores.
  • Ptolomeo, amigo de Alejandro, su escudero primero, siendo príncipe; su guardaespaldas después, termina siendo faraón de Egipto sin pretenderlo. No comprendía ni la lengua ni la cultura egipcias. Pensaba incluso que sus súbditos se reían de él. Esto, unido a su atrevimiento le empujaron a trasladar la capital a Alejandría -fundada dos décadas antes por Alejandro-; una pequeña ciudad en construcción, poblada por esclavos, marineros, algún burócrata… sin pasado, sin tradición, para convertirla en referente de todo el Mediterráneo y donde invirtió grandes riquezas para la construcción de un canal, su palacio, u museo y una biblioteca que albergara toda la sabiduría mundial del momento.

12. Equilibrio al filo del abismo. El museo y la biblioteca de Alejandría.

  • Egipto era rico en cereal, tan importante entonces como lo es ahora el petróleo. Era el primer exportador también de papiro, que llevaba utilizando desde el 3º milenio a.C.
  • A medida que las sociedades mediterráneas se alfabetizaban, la demanda de papiro aumentaba, cotizándose cada vez más, similar al demandado coltán de nuestros teléfonos móviles.
  • Ptolomeo hizo llegar a Alejandría a dos del Liceo, la escuela ateniense de Aristóteles –fallecido unos meses después del mismo Alejandro-, para que se encargaran de la educación de los príncipes y de la Biblioteca. El que se hizo cargo de esta fue Demetrio de Falero, considerado el primer bibliotecario de la historia, quien había aprendido de su maestro Aristóteles la forma en que este había clasificado su colección de obras, siguiendo su estructuración del mundo en 9 parcelas: física, biología, astronomía, metafísica, lógica, ética, estética, política y retórica (9) Nos recuerda a la CDU (10)
  • La Biblia griega se conoce como “Biblia de los 70” porque fueron 72 días los que 72 eruditos judíos venidos a Alejandría, tardaron en traducirla del hebreo al griego.

23. Comparación del helenismo con el mundo globalizado actual.

  • Antepasados de los libros: hace 5000 años, en las riberas de los ríos de Mesopotamia, el material más abundante y accesible: la arcilla, con la que hacían pequeñas tablillas de arcilla unos 20 cm, al estilo de nuestro de nuestras tablets de 7 pulgadas. Con el agua se borraban pero el fuego (volcanes, vertederos…) las hizo resistentes al paso del tiempo.
  • En las tablillas conservadas, lo que más abunda son facturas, albaranes, contratos, divorcios, códigos legales, actas de juicios y, en menor proporción, algo de literatura: en las excavaciones del palacio de Hattusa la capital hitita, en la actual Turquía, se han encontrado varios spots imágenes de un curioso género literario: oraciones para combatir la impotencia sexual.
  • No era costumbre poner título a las obras; se identificaban con las primeras palabras del texto (como hace ahora Word cuando no le pones título a un documento nuevo), o con un breve resumen.
  • Las bibliotecas del próximo Oriente nunca fueron públicas sino que pertenecían a las élites de los escribas sus gobernantes. De todas ellas, la de Nínive –la más importante anterior a la de Alejandría, pero mucho menos ambiciosa-,  se conserva muy poco. Tanto que, cuando se encontraron inscripciones cuneiformes en las ruinas de las ciudades aqueménidas, muchos pensaron que eran simples adornos en las jambas de puertas y ventanas, hasta que muchos siglos después los investigadores descifraron la escritura encerrada en aquellas tablillas.

38. La revolución apacible del  alfabeto.

  • Hace 6000 años parecieron los primeros signos escritos en Mesopotamia pero los orígenes  están envueltos en el silencio y el misterio.  Tiempo después y de forma independiente la escritura nació también en Egipto, la India y China; según los teorías más reciente tuvo un origen práctico: las listas de propiedades; "primero el cálculo, antes que las letras". La escritura vino a resolver un problema de propietarios ricos y administrador que necesitaban hacer anotaciones porque los resultaba difícil llevar la contabilidad. El momento de transcribir leyendas y relatos llegaría después. "Primero las cuentas y a continuación los cuentos". 
  • Los primeros apuntes eran dibujos esquemáticos (cabeza de buey, árbol, jarra de aceite, hombrecillo). Con esos trazos, los antiguos terratenientes inventariaban sus rebaños, sus bosques, su despensa y sus esclavos. Al principio, imprimían esas formas en la arcilla con pequeños sellos y más tarde las trazaban con cálamos. Los dibujos tenían que ser sencillos, y siempre los mismos, para que se pudieran aprender y descifrar. El siguiente paso fue dibujar ideas abstractas. En las primitivas tablillas sumerias dos rayas cruzadas describían la enemistad; dos rayas paralelas, la amistad; un pato con un huevo, la fertilidad.
  • Pero el número de signos no dejaba de aumentar, sobrecargando la memoria. La solución fue una de las mayores genialidades de la humanidad: dejar de dibujar las cosas y las ideas para empezar a dibujar los sonidos de las palabras.  Así es como hemos conseguido la más perfecta partitura de lenguaje. Pero las letras nunca han dejado atrás su pasado de dibujos esquemáticos. Nuestra «D» representaba en origen una puerta, la «M» el movimiento del agua, la «N» era una serpiente y la «O» un ojo. "Todavía hoy, nuestros textos son paisajes donde pintamos —sin saberlo— el oleaje del mar, donde acechan peligrosos animales y miradas que no pestañean".
  • Los primitivos sistemas eran verdaderos laberintos de símbolos. Mezclaban dibujos figurativos —pictogramas e ideogramas—, signos fonéticos y marcas diferenciadoras que ayudaban a resolver ambigüedades. Dominar la escritura exigía conocer hasta un millar de símbolos y sus complicadas combinaciones. Ese conocimiento —intrincado y maravilloso— estaba solo al alcance de una selecta minoría de escribas que ejercían un oficio privilegiado y secreto. Los aprendices, de origen noble, tenían que sobrevivir a una despiadada enseñanza. Un texto egipcio dice: «el oído del muchacho está en su espalda; ¡solo escucha cuando le pegas!». En las escuelas de escribas, los chicos, con las espaldas cosidas a cicatrices, se endurecían durante años a fuerza de palizas y violenta disciplina. No se consentía remolonear, y el castigo para los malos estudiantes podía llegar a ser el encarcelamiento. Sin embargo, si soportaban la crueldad y la monotonía del aprendizaje, escalaban a la cumbres de las jerarquías religiosas. Los maestros de la escritura formaban una aristocracia a veces más poderosa que la de los cortesanos analfabetos o el propio soberano.
  • Con ese sistema de enseñanza fue que, durante muchos siglos, la escritura dio voz solo al poder establecido.
  • La invención del alfabeto derribó muros y abrió puertas para que muchas personas, y no solo un cónclave de iniciados, pudieran acceder al pensamiento escrito. 
  • La revolución se gestó entre los pueblos semíticos. Partiendo del complicado sistema egipcio, llegaron a una fórmula de asombrosa simplicidad. Retuvieron únicamente los signos , que representaban las consonantes simples.
  • Los vestigios más antiguos del alfabeto se encontraron en una pared rocosa llena de grafitis, cerca de una árida carretera en Wadi el-Hol («el Valle Terrible»), que atraviesa el desierto entre Abidos y Tebas, en el Alto Egipto. Estas sencillas inscripciones de emigrantes, fechadas en el año 1850 a. C., están relacionadas con la antigua escritura alfabética de la península de Sinaí.
  • Hacia 1250 a. C., los fenicios llegaron a un sistema de 22 signos, un método que parecería tosco a un escriba egipcio, al ver nuestra anodina letra «E», derivada de un bello jeroglífico egipcio —un hombre levantando los brazos— que tenía un poético significado: «das alegría con tu presencia». En cambio, para los astutos navegantes fenicios, la simplificada escritura alfabética liberaba al comerciante del poder del escriba. Gracias a ella, cada uno podía llevar sus propios registros y dirigir sus negocios.

40. Los griegos adoptaron la escritura fenicia en completa libertad, sin imposición alguna. Acomodaron el invento a sus necesidades y al lento compás de un cambio deseado, fueron poniendo por escrito sus tradiciones orales, salvándolas de la fragilidad del olvido.

41. En el siglo VIII a.C. hace 29 siglos un hombre cambió el mundo. Un hombre viajero que frecuentaba las tabernas de los puertos. Allí vio cómo los mercaderes/marineros fenicios manejaban rápidos trazos, una mágica herramienta que transcribía las palabras orales con solo veintidós simples dibujos. Esta escritura fenicia contenía acertijos: solo se anotaban las consonantes de cada sílaba.

A partir del modelo fenicio, él inventó para su lengua griega el primero alfabeto de la historia sin ambigüedades. Comenzó por adaptar en torno a 15 signos fenicios consonánticos en su mismo orden, con un nombre parecido (aleph, bet, gimel… alfa, beta, gamma…); tomó letras que no eran útiles para el griego –consonantes débiles- y usó sus signos para las cinco vocales que requería (…) Gracias a él, se difundió en Europa un alfabeto mejorado, con todas las ventajas del hallazgo fenicio y un nuevo avance añadido: la lectura dejó de estar sujeta a conjeturas y por tanto se volvió todavía más accesible (…) Hubo alguien, un sabio anónimo, asiduo de tabernas hasta el amanecer, amigo de los navegantes forasteros en un lugar bañado por e mar, que se atrevió a forjar las palabras del futuro dando forma a todas nuestras letras. Y nosotros seguimos escribiendo, en esencia, de la misma manera que imaginó el creador de este instrumento prodigioso.

Voces que salen de la niebla, tiempos indecisos.

44. Sócrates temía que por culpa de la escritura los hombres abandonasen el esfuerzo de la propia reflexión. Ahora mismo estamos inmersos en una transmisión tan radical como la alfabeto estación griega. Internet está cambiando el uso de la memoria y la mecánica misma del saber.

Un experimento realizado en 2011 midió la capacidad de recordar de unos voluntarios. Solo la mitad de ellos sabían que los datos a retener eran guardados en un ordenador. Los que pensaban que la información quedaba grabada relajaban su esfuerzo por aprender. Los científicos denomina efecto Google a este fenómeno de relajación memorística. Tendemos a recordar mejor donde se alberga un dato que el propio dato. Es evidente que el conocimiento disponible es mayor que nunca,  pero casi todo se almacena fuera de nuestra mente (…) ¿Somos en el fondo más ignorantes que nuestros me murió sus antepasados los viejos tiempos de la oralidad?

La religión de la cultura.

55. La Enciclopedia ilustrada rescató la antigua paideía —que desciende de la expresión en kýklos paideía—, que todavía hoy resuena en el experimento global y políglota de la Wikipedia.

“Lo único que merece la pena es la educación —escribe en el siglo II un seguidor de este culto—. Todos los otros bienes son humanos y pequeños y no merecen ser buscados con gran empeño. Los títulos nobiliarios son un bien de los antepasados. La riqueza es una dádiva de la suerte, que la quita y la da. La gloria es inestable. La belleza es efímera; la salud, inconstante. La fuerza física cae presa de la enfermedad y la vejez. La instrucción es la única de nuestras cosas que es inmortal y divina. Porque solo la inteligencia rejuvenece con los años y el tiempo, que todo lo arrebata, añade a la vejez sabiduría. Ni siquiera la guerra que, como un torrente, todo lo barre y arrastra, puede quitarte lo que sabes».

Un hombre de memoria prodigiosa y un grupo de chicas vanguardistas

57. Aristófanes se sabía de memoria todos los libros de la gran biblioteca de Alejandría. Cuando el rey de Egipto concertó un certamen de poesía, todos quedaban admirados ante las proezas poéticas de los participantes, menos Aristófanes, que solo movía la cabeza: “extrajo una montaña de rollos de distintas estanterías. Allí estaban, palabra por palabra, recónditos, los poemas que los escritores tramposos habían saqueado”. Esta anécdota, relatada por Vitrubio, demuestra que el plagio y los escándalos son tan antiguos como los propios concursos literarios —tal vez Página 131 por eso llamemos «fallos» a las decisiones de los jurados.

58. Se considera a Calímaco el padre de los bibliotecarios.

Platón era Aristocles. Hoy ya solo lo conocemos por lo que parece su apodo del gimnasio, Platón, que en griego significaba «espalda ancha».

59. A principios del siglo XX, el oficio de bibliotecaria, desempeñado por hombres desde los tiempos de Nínive, Babilonia y Alejandría en adelante, empezó a transformarse en un territorio pacíficamente invadido por mujeres. En 1910, lo eran casi el 80 por ciento del total. Y, como solo las mujeres solteras tenían permitido trabajar, el imaginario colectivo forjó la caricatura de la bibliotecaria solterona, avinagrada, antipática, con moño gris, gafas, ropa anticuada y muchas ganas de gruñir. Muchas bibliotecarias de ficción siguen apareciendo como mujeres cascarrabias que lanzan furibundos ¡tchsss! a quien se atreve a hablar en sus dominios.

La mayoría de las bibliotecarias que ejercieron durante la República fueron consideradas peligrosas revolucionarias y sometidas a procesos de depuración. Las autoridades franquistas investigaron sus actividades públicas, su vida profesional y su conducta privada. Las que pudieron mantener su trabajo en el Cuerpo público de Bibliotecarios y Archiveros sufrieron humillantes bajadas de sueldo, destinos forzosos y quedaron inhabilitadas para puestos de dirección. Pienso en María Moliner, a la que rebajaron dieciocho puestos en el escalafón, excluyéndola para toda su carrera de cargos de mando o confianza.

60. La humanidad publica un libro cada medio minuto. La necesidad de seleccionar, que ya surgió en el mundo antiguo y nos invade hoy (los mejores 25 libros de…, los 10 consejos para…),  nos viene de la conciencia de fugacidad, de nuestra vida limitada y la incapacidad de poder abarcarlo todo.

63. El primer autor del mundo que firma un texto con su propio nombre es una mujer. 1500 años antes de Homero, Enheduanna, poeta y sacerdotisa, escribió un conjunto de himnos cuyos ecos resuenan todavía en los  Salmos de la Biblia.

Según Platón, en la isla de Creta, «a la patria la llamaban matria». En la famosa batalla de Salamina, combatió al frente de una flotilla la única comandante en jefe conocida. Se llamaba Artemisia y venía de la ciudad costera de Halicarnaso, en Asia Menor, donde reinaba. Aunque era griega, se alió con los invasores persas. Se cuenta que los atenienses ofrecieron por su cabeza una recompensa de 10.000 dracmas, «ya que consideraban algo inadmisible que una mujer hiciera la guerra a Atenas». Y en Rodas, nos sorprende un caso insólito: el de una chica joven que, sin dedicarse a la prostitución, participa en los banquetes masculinos. Se llamaba Eumetis (“la de buena inteligencia”), hija de Cleóbulo, uno de los 7 sabios, dotada de una buena inteligencia política, que supo ejercer muy bien.

64. Otra gran mujer: Safo, bajita, morena, poco atractiva, de origen humilde y casada con un extraño, como era habitual. En aquella época, las mujeres no participaban en los banquetes, ni en las competiciones deportivas, ni en los asuntos políticos. ¿Qué podían hacer? Cobijaban recuerdos. Pero Safo escribió: «Dicen algunos que nada es más hermoso sobre la negra tierra que un escuadrón de jinetes, o de infantes, o de naves. Pero yo digo que lo más bello es la persona amada». Estas palabras sencillas esconden una revolución mental. Cuando se escribieron, en el siglo VI a. C., rompieron los esquemas tradicionales. En un mundo profundamente autoritario, el poema sorprende porque contiene múltiples perspectivas, e incluso parece celebrar la libertad del desacuerdo.

Los griegos creían que el amor era la principal fuerza educadora. No respetaban demasiado al maestro que enseñaba por dinero, corriendo detrás de la clientela y reclamando su pago. Para su mentalidad aristocrática, aceptar un trabajo remunerado era propio de desharrapados. Les gustaba más el profesor que escogía a nuevos discípulos solo al descubrir en ellos un destello especial y entregaba su sabiduría, sin el estorbo de peticiones salariales, enamorándose y seduciendo —ni más ni menos que lo que hacía Sócrates—. En Grecia, miraban ese tipo de homosexualidad pedagógica como algo incluso más digno y elevado que las relaciones heterosexuales.

“Esto que voy a exponer es solo una hipótesis, pero me fascina. Las primeras en sublevarse habrían sido hetairas, es decir, prostitutas de lujo, las únicas mujeres verdaderamente libres de la Atenas clásica”.

«Tenemos a las hetairas por placer, a las concubinas para el cuidado diario de nuestro cuerpo, a las esposas para darnos hijos legítimos y para que sean guardianas fieles de nuestra casa».

Otra mujer trasgresora: Aspasia. Pericles rompió su matrimonio para unirse a ella, una hetaira de Asia Menor, simplemente por amor, una decisión escandalosa que chocaba con la moralidad ateniense de la época. Pero lo que no se cuenta es que Aspasia ayudó a Pericles en su carrera política. ócrates solía visitarla con sus discípulos y disfrutaba de su brillante conversación; incluso llegó a llamarla «maestra». Según Platón, escribió discursos para su marido; entre ellos, el famoso discurso fúnebre donde defendía apasionadamente la democracia. Todavía hoy, los escritores de los discursos presidenciales de Obama, y antes los de Kennedy, se han inspirado en las palabras que probablemente enhebrara Aspasia. Hasta la muerte de Pericles, en el 429 d.C., ella tuvo una enorme influencia en los círculos del poder. Es un misterio cómo utilizó esa posición de inesperado protagonismo. Pero en ese periodo sucede algo sin precedentes: los textos de los trágicos, de los cómicos y de los filósofos empiezan a discutir —o ridiculizar— la extravagante idea de la emancipación femenina, una cuestión que antes de esa época ningún griego había mencionado.

Nadie llega más lejos que la Medea de Eurípides. Imagino el público de hombres que llenase el teatro en la mañana de la primera representación, en el año 431 a. C. Con los ojos fijos en el escenario, atrapados por el magnetismo del miedo, contemplaron cómo una mujer agraviada y vengativa desencadenaba el horror más absoluto. Vieron lo innombrable: una madre asesinando a sus hijos con sus propias manos para herir al marido que la abandonaba y la condenaba al exilio. Oyeron palabras absolutamente nuevas. Medea habló en voz alta, por primera vez, de la furia y la angustia que anidaba en los hogares atenienses: «Nosotras las mujeres somos el ser más desgraciado. Empezamos por tener que comprar un esposo con dispendio de riquezas y tomar un amo de nuestro cuerpo, y este es el peor de los males. Separarse del marido es escandaloso para las mujeres, no así para los varones. Cuando ellos se aburren en casa, salen a distraerse. Sin embargo, si hacemos lo mismo, no nos dejan salir diciendo que hay que cuidar a los hijos. Aseguran que, permaneciendo en casa, las mujeres evitamos peligros, mientras que el hombre, pobrecillo, ha de ir a batirse a la guerra». Contagiadas por Medea, las mujeres del coro van abandonando también su actitud modesta y atemorizada. En un momento dado, una de ellas se atreve a decir que las mujeres no deben quedar excluidas de la filosofía, de la política, de los razonamientos sutiles y de los debates: «Nosotras también poseemos una musa que nos acompaña en busca de la sabiduría».

Para rizar el rizo, todas las audacias de Medea y su coro femenino las pronunciaron sobre el escenario hombres travestidos con largas pelucas y encaramados sobre enormes zapatos con plataforma. Paradojas de la historia, en Grecia inventaron las drag queens, pero a ninguna mujer se le permitía ser actriz.

Platón pensaba que los hombres injustos, como castigo, se reencarnaban en mujeres.

Una apasionada relación con las palabras

75. Una historia de superación es la de Demóstenes. Quedó huérfano a los siete años. Su padre, fabricante de armas, le dejó un patrimonio suficiente para vivir sin angustias económicas, pero sus tutores derrocharon la herencia. Su madre, arruinada, no tenía dinero para pagarle una buena educación. Pasaban apuros. Los chicos del barrio se reían de él por su aspecto flaco, enclenque y delicado. Incluso le pusieron un apodo: bátalo, que significaba «ano», es decir, «maricón». Además, sufría un Página 181 penoso defecto que le acomplejaba y le paralizaba al hablar. Seguramente tartamudeaba o tenía dificultad para pronunciar ciertas consonantes. Cuentan que Demóstenes venció sus problemas con sádica disciplina. Se obligaba a hablar con guijarros en la boca. Salía a correr por el campo para fortalecer sus pulmones y recitaba versos con el aliento cansado, jadeando cuesta arriba. Paseaba a orillas del mar en días de tormenta para mejorar su capacidad de concentración entre el rugido de las olas. Ensayaba en casa frente a un espejo de cuerpo entero, repitiendo frases desafiantes y haciendo poses. La escena, contada por Plutarco, parece preparar el terreno al «You talkin' me?» de Robert De Niro en Taxi Driver. Pobre, huérfano, tartamudo y humillado, años después se convertiría en el orador más famoso de todos los tiempos.

Otro de los diez oradores, Antifonte, fue un auténtico pionero que podría figurar en la vanguardia del psicoanálisis y las terapias de la palabra. El ejercicio de su profesión le había enseñado que los discursos, si son efectivos, pueden actuar poderosamente sobre el estado de ánimo de la gente, conmoviendo, alegrando, apasionando, sosegando. Entonces tuvo una idea novedosa: inventó un método para evitar el dolor y la aflicción comparable a la terapia médica de los enfermos. Abrió un local en la ciudad de Corinto y colocó un rótulo anunciando que «podía consolar a los tristes con discursos adecuados». Cuando acudía algún cliente, lo escuchaba con profunda atención hasta comprender la desgracia que lo afligía. Luego «se la borraba del espíritu» con conferencias consoladoras. Usaba el fármaco de la palabra persuasiva para curar la angustia y, según nos dicen los autores antiguos, llegó a hacerse famoso por sus razonamientos sedantes. Después de él, algunos filósofos afirmaron que su tarea consistía en «expulsar mediante el razonamiento el rebelde pesar», pero Antifonte fue el primero que tuvo la intuición de que sanar gracias a la palabra podía convertirse en un oficio. También comprendió que la terapia debía ser un diálogo exploratorio. La experiencia le enseñó que conviene hacer hablar al que sufre sobre los motivos de su pena, porque buscando las palabras a veces se encuentra el remedio.

Seducidos por la belleza de las palabras, los griegos inauguraron el género de la conferencia, que tuvo una asombrosa fortuna ya durante la Antigüedad. Los sofistas, maestros itinerantes que viajaban de ciudad en ciudad a la caza de alumnos, ofrecían exhibiciones para darse a conocer, demostrar la calidad Página 184 de su enseñanza y probar ante el auditorio sus habilidades.

En el siglo V a. C., el formidable sofista Gorgias escribió: «la palabra es un poderoso soberano; con un cuerpo pequeñísimo y del todo invisible, ejecuta las obras más divinas: quitar el miedo, desvanecer el dolor, infundir alegría y aumentar la compasión». El eco de estas ideas griegas resuena en la que me parece una de las frases más bellas del evangelio: «una palabra tuya bastará para sanarme».

Sobre la adaptación de cuentos infantiles: El humorista y escritor James Finn Garner publicó a mediados de los noventa del pasado siglo un libro titulado Cuentos de hadas políticamente correctos. Con impecable ironía siempre al borde del despropósito, reformulaba el comienzo de Caperucita Roja en estos términos: «Érase una vez una persona de corta edad llamada Caperucita Roja que vivía con su madre en la linde de un bosque. Un día, su madre le pidió que llevase una cesta con fruta fresca y agua mineral a casa de su abuela, pero no porque lo considerara una labor propia de mujeres, atención, sino porque ello representa un acto generoso que contribuía a afianzar la sensación de comunidad».

Las contradicciones de Platón: “Las enseñanzas de Platón siempre me han parecido asombrosamente esquizofrénicas en su explosiva mezcla de libre pensamiento e impulsos autoritarios”. En la más famosa utopía platónica, La República, el mismo ensayo que acoge el mito de la caverna, acecha la oscura antítesis de su mensaje ilustrado. El libro tercero podría ser el manual de prácticas de un dictador en ciernes. Tampoco tiene una buena opinión del teatro ni, por tanto, los efectos terapeúticos de la catarsis griega.

La utopía de Platón es “hermana melliza de la distopía 1984”.

Nunca le gustó la democracia ateniense, que en su opinión quedó retratada con el asesinato de Sócrates.

“No por eliminar de los libros todo lo que nos parezca inapropiado salvaremos a los jóvenes de las malas ideas. Al contrario, los volveremos incapaces de reconocerlas. Al contrario de lo que cree Platón, los personajes malvados son un ingrediente crucial de los cuentos tradicionales, para que los niños aprendan que la maldad existe. Tarde o temprano tendrán noticias de ella (desde los matones que les acosan en el patio del colegio a los tiranos genocidas).”

El veneno de los libros. Su fragilidad

78. Los investigadores calculan que durante el bibliocausto nazi ardieron las obras de más de 5.500 autores a quienes los nuevos líderes consideraban degenerados, un prólogo de los hornos crematorios que llegarían después, como había profetizado Heinrich Heine en 1821, al escribir: «Allí donde queman libros, acaban quemando personas».

Las tres destrucciones de la biblioteca de Alejandría

79. ¿Primera quema? Cleopatra fue la última reina de Egipto, y la más joven. Se ciñó la corona de las Dos Tierras con apenas dieciocho años. Para que una mujer gobernase el país del Nilo, tenía que cumplir un insignificante requisito tradicional: casarse con su hermano, como Isis con Osiris. Cleopatra intrigó peor que el pequeño faraón, y fue derrocada y expulsada del país bajo pena de muerte. Julio César llegó a Alejandría. Roma era ya una gran potencia que se arrogaba el papel de policía mundial y mediadora en los conflictos ajenos, como ahora EE.UU. Cleopatra comprendió que si quería volver a reinar necesitaba el apoyo de César. Viajó a escondidas desde Siria, esquivando a los espías de su hermano, que tenían orden de matarla si volvía a poner los pies en Egipto. Plutarco cuenta con gracia el cómico episodio del encuentro entre  César  y la reina destituida, escondida en el interior de una alfombra enrollada. La cuestión es que Cleopatra recuperó el trono y mantuvo a su lado a Ptolomeo, pero como rehén. Sus seguidores tramaron una revuelta contra los romanos. En la insurrección, César quedó asediado en el palacio, en cuyo recinto se encontraban el Museo y la gran biblioteca. Sitiadores y sitiados atacaban y contraatacaban,  y en medio de ese fuego entrecruzado, la que salió ardiendo fue la biblioteca y todos sus fondos. Plutarco, que escribió siglo y medio después de que tuvieran lugar los hechos, asegura que el fuego de aquel incendio provocado por los secuaces de César saltó desde las naves a la Gran Biblioteca y la dejó reducida a cenizas, un rotundo réquiem por el sueño alejandrino. ¿Así acabó todo? Hay motivos para dudarlo. César, en su Guerra civil, habla de la quema de los barcos, pero no menciona la biblioteca. “Una posible solución del enigma se basa en un detalle que mencionan de refilón dos autores muy posteriores: Dion Casio y Orosio. Ambos dicen que el incendio provocado por César destruyó el arsenal, los depósitos de grano y unos almacenes del puerto, donde se encontraban —por casualidad— varios miles de rollos, libros que podían ser nuevas adquisiciones de la Biblioteca que esperaban su traslado definitivo al Museo, o simplemente rollos en blanco propiedad de los mercaderes, que los destinaban a la venta por las rutas comerciales del Mediterráneo”.

80. El inicio de la decadencia. Las alianzas políticas y sexuales de Cleopatra —con César primero y más tarde con Marco Antonio— pretendían evitar que la voracidad romana engullese el reino de Egipto. Solo consiguieron retrasar la dentellada. Después del suicidio de la reina en el año 30 a. C., el país del Nilo fue anexionado al naciente Imperio romano. Alejandría dejó de ser la capital de un territorio orgulloso para convertirse en periferia de la nueva globalización.

No sabemos si el incendio cesariano llegó a afectar a la Biblioteca, pero sin duda la sequía de fondos imperiales desencadenó el lento hundimiento de la misma.

Caracalla ordenó saquear Alejandría, matando a miles de inocentes, y —en una versión mediterránea del Berlín de la Guerra Fría— atravesarla con un muro.

Durante 2 horas diarias, tenían lugar las “horas peripatéticas” (en alusión a la escuela filosófica fundada por Aristóteles. Filosofaban paseando "dando vueltas" en el jardín del templo. (peripatos, en griego: "dar vueltas").

La Alejandría del siglo IV era un lugar turbulento. Los problemas sociales, las diferencias religiosas y las luchas de poder estallaban en forma de peleas tumultuosas y sangrientas al aire libre. En la capital egipcia se estaban materializando las convulsiones de una gran crisis imperial romana. Por las arterias de Alejandría bullían exaltados cabecillas de distintos credos (judíos, paganos y cristianos).

A principios de siglo, el emperador Constantino legalizó el cristianismo.El Museo y la biblioteca filial del Serapeo fueron centros neurálgicos de las batallas religiosas. Los dos edificios eran santuarios, y sus bibliotecarios, sacerdotes. La continuidad de las bibliotecas, creadas al servicio de la cultura clásica pagana, no resultaba fácil bajo un régimen que la perseguía.

En el año 391, todo saltó por los aires. El último huésped del Museo fue el matemático, astrónomo y músico Teón, padre de Hipatia de Alejandría, que dedicó su vida al estudio y la enseñanza, permaneciendo soltera y libre,  rompiendo así los patrones femeninos de la época. La atmósfera explosiva de aquel desgraciado año 415 está bien retratada en la película Ágora, aunque Hipatia, que en efecto seguía dando clase, rondaría por aquel entonces los sesenta años. Había estallado una nueva oleada de disturbios en Alejandría, esta vez entre cristianos y judíos. Cirilo exigió la expulsión de la numerosa colonia judía de la ciudad. Orestes, con el apoyo de Hipatia y de la intelectualidad pagana, se negó a aceptar la injerencia del patriarca. En plena cuaresma, una muchedumbre exacerbada, a las órdenes de un tal Pedro, seguidor de Cirilo, secuestró a Hipatia acusándola de bruja: a la vista de todos, comenzaron a golpearla brutalmente con cascotes de cerámica. Le arrancaron los ojos de las órbitas y la lengua. Cuando ya estaba muerta, llevaron su cuerpo fuera de la ciudad, le extrajeron los órganos y los huesos y finalmente quemaron los restos en una pira. Se ensañaron con su cadáver intentando aniquilar del todo lo que representaba Hipatia como mujer, como pagana y como maestra”.

Lo chocante es que, a pesar de su cruel autoría, Cirilo sigue siendo hoy considerado santo por las iglesias católica, ortodoxa, copta y luterana. “El linchamiento de Hipatia marcó el hundimiento de una esperanza. El Museo y su sueño de reunir todos los libros y todas las ideas habían sucumbido en el brutal ring de los disturbios alejandrinos. Desde entonces, la Gran Biblioteca deja de ser mencionada, como si su gran colección hubiera desaparecido para siempre”.

82. Tercera quema. No se vuelve a mencionar la biblioteca de Alejandría hasta siglos más tarde, en dos crónicas árabes. En el 642 d.C. «He conquistado Alejandría, la gran ciudad del Occidente, por la fuerza y sin tratado», escribe el comandante Amr ibn al-As en una carta al segundo sucesor de Mahoma, el califa Omar I

Un cronista escribe que “un viejísimo erudito cristiano pidió permiso al comandante musulmán para usar los libros de la Gran Biblioteca, incautados desde la invasión”. Por fin, el enviado de Omar llegó a Alejandría con la respuesta del califa. Amr leyó el mensaje con el corazón en vilo. «Por lo que se refiere a los libros de la Biblioteca, he aquí mi respuesta: si su contenido coincide con el Corán, son superfluos; y, si no, son sacrílegos. Procede y destrúyelos». Desilusionado, Amr obedeció. Distribuyó los libros entre los cuatro mil baños públicos de Alejandría, donde los utilizaron como combustible en las estufas. Se cuenta que fueron necesarios seis meses para quemar aquel tesoro de imaginación y sabiduría. Únicamente fueron perdonados los libros de Aristóteles.

Botes salvavidas y mariposas negras.

84. «Mariposas negras», llamaron los habitantes de Sarajevo a esas cenizas de los libros destruidos que caían sobre los transeúntes, sobre los solares bombardeados, sobre las aceras, sobre los edificios semiderruidos, y al final se descompusieron y se mezclaron con los fantasmas de los muertos.

86. La autora nos confiesa haber sufrido bulling, entre los 8-12 años, experiencia que se convirtió en la razón de su tarea como escritora: “Acepté el código vigente entre los niños, acepté la mordaza. Todo el mundo sabe, desde los cuatro años, desde siempre, que chivarse está muy mal. El chivato es un cagón, un mal compañero, merece que le hostien. Lo que pasa en el patio se queda en el patio. A los adultos no se les cuenta nada —o si acaso solo lo mínimo imprescindible para que no se les ocurra intervenir—. Los rasguños me los hacía yo sola. Perdía las cosas que en realidad me habían robado y aparecían flotando en el agua amarillenta del fondo del váter. Interioricé que el único atisbo de dignidad a mi alcance consistía en resistir, en callarme, en no llorar ante los demás, en no pedir ayuda. No soy un caso aislado. La violencia entre los niños, entre los adolescentes, se desarrolla protegida por una barrera de silencio turbio. Durante años me reconfortó no haber sido la chivata de la clase, la acusica, la cobarde. No haber caído tan bajo. Por autoestima mal entendida, por vergüenza, obedecí la norma: ciertas cosas no se cuentan. Querer ser escritora ha sido una tardía rebelión contra esa ley. Esas cosas que no se cuentan son precisamente las que es obligado contar. He decidido convertirme en esa chivata que tanto temí ser. La raíz de la escritura es muchas veces oscura. Esta es mi oscuridad. Ella alimenta este libro, quizá todo lo que escribo.

Segunda parte. LOS CAMINOS DE ROMA.

1.       Una ciudad con mala reputación. La fundación de Roma surge a partir de un fraticidio (Rómulo y Remo), una repoblación con delincuentes y maleantes: “el joven rey, sin miramientos, declaró Roma territorio de asilo para criminales y fugitivos, anunciando que entre sus muros no serían perseguidos”; y una violación masiva: Rómulo invitó a las familias de las aldeas colindantes a unos juegos en honor del dios Neptuno: “Cuando llegó la hora de los juegos, y los ojos y las mentes de todos los invitados sabinos estaban fijos en el espectáculo, se dio la señal convenida. Entonces los romanos raptaron a las chicas jóvenes que habían acudido allí con sus familias. Comenta Livio que casi todos se apoderaron a bulto de la primera mujer que cayó en sus manos pero, como en todo hay jerarquías, los patricios principales se reservaron a las más guapas y pagaron para que se las llevasen a casa. En inferioridad numérica, los padres y maridos de las secuestradas huyeron, aturdidos por el dolor, lanzando amargos reproches a sus violentos vecinos”.

 

3.       La literatura de la derrota. Por primera vez, una gran superpotencia antigua asumía el legado de un pueblo extranjero —y derrotado— como un ingrediente esencial de su propia identidad. Sin rasgarse las vestiduras, los romanos reconocieron la superioridad griega y se atrevieron a explorar sus hallazgos, interiorizarlos, protegerlos y prolongar su onda expansiva.

4.       La literatura latina no nació espontáneamente, sino por encargo: año 240 a.C., para celebrar la victoria de Roma sobre Cartago. Mucho antes de aquel día inaugural, los romanos habían aprendido a escribir —como no podía ser menos— a imitación de los griegos, que, desde el siglo VIII a. C., vivían en las prósperas colonias del sur de Italia, en la región conocida como Magna Grecia.

7. El umbral invisible de la esclavitud: Durante doscientos años, llegaron a Roma cantidades gigantescas de estos esclavos griegos. La peculiaridad de los cautivos griegos consistía en que muchos de ellos eran más cultos que sus amos. Las profesiones de prestigio que hoy practican los hijos de las clases medias y altas fueron en Roma territorio de esclavos. Para nuestra sorpresa, los médicos, banqueros, administradores, notarios, asesores fiscales, burócratas y profesores de aquella época eran a menudo griegos privados de libertad.

La historia de los libros en Roma tiene como protagonistas a los esclavos. Participaban en todas las facetas de la producción de obras literarias, desde enseñar a escribir hasta elaborar las copias. Llama la atención el contraste entre la muchedumbre de esclavos griegos ilustrados y el analfabetismo Página 249 obligatorio de civilizaciones posteriores.

10. Escritores pobres, lectores ricos:

- El oficio de los maestros de primaria se denominaba en latín litterator, es decir, «el que enseña las letras». Aquellos pobres diablos, en general severos, desabridos y mal pagados —no debe asombrarnos que muchos cayeran en el pluriempleo—, han legado su nombre a la «literatura», otra profesión propensa a las penurias. Tampoco los establecimientos donde impartían sus clases eran precisamente monumentales: locales de alquiler barato, a veces simples pórticos separados de los ruidos de la calle y de los curiosos por delgadas cortinas de tela. Los alumnos se sentaban en sencillos taburetes sin respaldo y escribían sobre sus propias rodillas, pues no había mesas. Horacio los describe camino a la escuela «cargando en su brazo izquierdo la cajita con las piedras para hacer las cuentas y la tablilla para escribir». Ese fue el contenido de las primeras mochilas infantiles.

- Los niños necesitaban materiales baratos de escritura para sus tareas escolares, los dictados, las prácticas de caligrafía, los borradores. Como el papiro era una mercancía lujosa, las tablillas enceradas fueron, desde los romanos, el soporte de la escritura cotidiana e íntima de la infancia. En ellas aprendían a leer y en ellas plasmaban sus éxitos, sus amores, sus recuerdos. En general eran simples piezas lisas de madera o metal con un ligero vaciado, donde recibían un revestimiento de cera de abejas mezclada con resina. Sobre esa capa blanda se trazaban las letras con un estilete afilado de hierro o hueso. Por el otro extremo, el punzón acababa en una especie de espátula con la que alisar la cera y así poder reutilizar la tablilla o borrar una equivocación. El soporte permitía un reciclaje infinito, sencillamente cambiando la capa de cera.

12. La estética gore y la fascinación por la violencia extrema, que tan contemporáneas nos parecen, ya tenían adeptos entre los romanos. La mitología griega posee su repertorio de salvajadas —violaciones, ojos arrancados, hígados humanos devorados por buitres y gente desollada con saña—, pero en la cumbre del género reinan, sin ninguna duda, las crónicas de mártires cristianos, con sus descripciones explícitas de torturas, desmembramientos, mutilaciones y sangre, mucha sangre.

14. La expansión de la lectura provocó un nuevo equilibrio de los sentidos. Hasta entonces, el lenguaje se abría camino a través de los oídos pero, tras el hallazgo de las letras, parte de la comunicación emigró a la mirada. Y los lectores pronto empezaron a sufrir problemas de visión. El uso cotidiano de las tablillas enceradas fatigaba y «oscurecía» la vista y por aquella época no había forma de corregir las dioptrías.

Los bordes de las hojas de papiro, alisadas laboriosamente con piedra pómez, se adornaban con una franja de color. Para reforzar la consistencia de los libros, se labraban unos bastoncillos llamados «ombligos», de marfil o maderas valiosas, a veces recubiertas de pan de oro. Los remates del ombligo eran unas empuñaduras muy adornadas. Los rollos de la Torá judía utilizados en las sinagogas mantienen vivo el aspecto de aquellos primeros libros. Para los judíos, los cilindros de madera con sus pomos —«árboles de la vida»— son imprescindibles por la prohibición ritual de tocar con la mano el pergamino o las letras de los libros sagrados. Entre los griegos y romanos, acariciar el texto nunca fue sacrilegio, y los ombligos sencillamente ayudaban a desplegar y rebobinar el rollo con más facilidad.

Los artesanos inventaron otros caros accesorios para bibliófilos caprichosos, como cajas de viaje y fundas de piel para preservar el papiro de las inclemencias. En los ejemplares de lujo, esa funda se teñía de púrpura, el color del poder y la riqueza. Sabemos que existía también un caro ungüento —el aceite de cedro— con el que untar el papiro con el propósito de ahuyentar a las polillas que devoraban palabras.

Las primeras librerías eran, principalmente, talleres de copia por encargo. La misma palabra, librarius, designaba al copista y al librero, porque se trataba de un solo oficio. Antes de la invención de la imprenta, los libros eran reproducidos de uno en uno, letra a letra, palabra por palabra.

Marcial fue el primer escritor que hizo gala de una relación amistosa con el gremio de los libreros. Los poemas de Marcial nos ayudan a reconstruir cómo serían aquellas primeras librerías: establecimientos con letreros en las puertas y filas de nichos o estantes en el interior.

Por medio de los libreros, los versos de Marcial empezaron a llegar a manos de lectores desconocidos, fuera del círculo de sus mecenas, y el poeta estaba encantado con esa nueva promiscuidad literaria.

Infancia y éxito de los libros de páginas

21. “(…) ante la catarata de predicciones apocalípticas sobre el futuro del libro, yo digo: un respeto. No subsisten tantos artefactos milenarios entre nosotros. Los que quedan han demostrado ser supervivientes difíciles de desalojar (la rueda, la silla, la cuchara, las tijeras, el vaso, el martillo, el libro…). Algo hay en su diseño básico y en su depurada sencillez que ya no admite mejoras radicales. Han superado muchas pruebas —sobre todo, la prueba de los siglos— sin que hayamos descubierto ningún artilugio mejor para cumplir su función, más allá de pequeños ajustes en sus materiales o componentes. Rozan la perfección en su humilde esfera utilitaria. Por eso creo que el libro seguirá siendo el soporte esencial para la lectura —o algo muy parecido a lo que el libro nunca ha dejado de ser, incluso desde antes de la invención de la imprenta—“.

“Desde la invención de la escritura, nuestros antepasados miraban alrededor preguntándose qué superficie conservaría mejor la huidiza huella de las letras (piedra, tierra, corteza, juncos, pieles, madera, marfil, tela, metal…). Pretendían desafiar a las fuerzas del olvido fabricando el libro perfecto, transportable, duradero y cómodo. En Próximo Oriente y Europa, los protagonistas de esta temprana etapa fueron los rollos de papiro o pergamino y las tablillas rígidas. Los romanos convivieron con ambos métodos hasta que, en un feliz hallazgo, inventaron un nuevo objeto mestizo que todavía nos acompaña. Los rollos siempre fueron una mercancía lujosa y cara. Para la escritura más cotidiana —ejercicios escolares, cartas, documentos oficiales, anotaciones, borradores—, los antiguos solían recurrir a las tablillas. El lector que quería consultarlas en un orden determinado las conservaba en cajas o bolsas, o bien las agujeraba en la esquina y las enlazaba juntas con anillas o correas. «Códices» llamaban en latín a esos conjuntos de tablillas atadas. La idea revolucionaria consistió en sustituir las pequeñas placas de madera o metal por hojas flexibles de pergamino o papiro, el material de los rollos. El resultado inicial tuvo que ser poco más que una libreta rudimentaria, aunque cargada de futuro. Ese primer híbrido abrió el camino hacia el códice más avanzado, compuesto por hojas de papiro o piel que se doblaban en forma de pliegos. Los romanos probaron a coser esos pliegos y así nació el arte de encuadernar. Pronto aprendieron a proteger los cuadernillos mediante tapas duras, generalmente de madera forrada con cuero. El cuerpo de los libros desarrolló un nuevo elemento anatómico al que hemos llamado «lomo»”.

“Sabemos que el códice fue ganando terreno frente al rollo gracias a la decidida preferencia de los cristianos. Víctimas de persecuciones durante siglos, obligados a buscar escondites y a interrumpir bruscamente sus reuniones, se organizaban en grupúsculos clandestinos. El libro de bolsillo resultaba más fácil de esconder a toda prisa entre los pliegues de la túnica”.

Los rollos en realidad nunca dejaron de existir: los diplomas de los graduados; el apelativo “rollo” cuando algo es largo o extenso; la palabra “volumen”, del latín “volvo”,  “dar vueltas, girar”; incluso nuestra palabra “rol” (a falta de apuntador, los actores de teatro en el medievo solían usar rollos como ayuda para la memoria en sus representaciones. De allí deriva el término «rol» del actor).

 

Bibliotecas publicas en los palacios de agua

28. La biblioteca de Trajano fue la última de su especie. A partir del siglo II, las nuevas salas de lectura se integraron en los baños públicos imperiales. Además de ofrecer todas las prestaciones de unas termas —salas templadas, Página 306 salas calientes, saunas, baños fríos, salas de masajes—, aquellos edificios llegaron a ser auténticos complejos de ocio, que anticipaban nuestros centros comerciales. Las termas de Caracalla, inauguradas en el año 212, incluían gimnasios, espacios para la lectura, salas para la conversación, un teatro, los propios baños, jardines, espacios destinados al ejercicio o el juego, establecimientos para comer y biblioteca griega y latina separadas; todo pagado por el Estado.

 

Herculano, la destrucción que preserva

32. Las excavaciones de la Villa de los Papiros revelaron que los libros del sibarita Pisón se guardaban en una habitación de tres por tres metros con estantes en las paredes y una librería exenta de madera de cedro en el centro con estantes a ambos lados. Los rollos se trasladaban al patio contiguo para poder leerlos con buena luz, entre lujosas estatuas. En ese diseño, el arquitecto de la villa seguía el precedente griego.

 

Viaje al interior de los libros y cómo nombrarlos

36. La antigua escritura adoptaba la apariencia de una selva intrincada y agobiante, donde las palabras se amontonaban sin separación, no se distinguían minúsculas y mayúsculas, y los signos de puntuación solo se usaban de forma errática. Esto se debía, en parte, para aprovechar al máximo el papiro o pergamino, materiales costosos. Y además, porque los libros se leían en voz alta, “desentrañando con el oído lo que para el ojo solo era una sucesión ininterrumpida de signos. Por último, los aristócratas, orgullosos de su superioridad cultural, no tenían ningún interés en dar facilidades a lectores advenedizos —con menor acceso a la educación— para que se colasen en el exclusivo feudo de los libros”.

La incorporación de los elementos suprasegmentales  fue lenta y progresiva: “la separación de las letras en palabras y frases avanzó de forma paulatina. Existió un método de escritura que consistía en dividir el texto en líneas con sentido completo, para ayudar a los lectores menos seguros a subir o bajar la voz al final de un pensamiento (…)  A partir del siglo VII, una combinación de puntos y rayas indicaba el punto; un punto elevado o alto equivalía a nuestra coma, y el punto y coma se utilizaba ya como hoy en día. En el siglo IX, la lectura silenciosa era probablemente lo bastante habitual como para que los escribas o copistas empezaran a separar cada palabra de sus entrometidas vecinas, aunque quizá lo hicieran también por razones estéticas”.  Más adelante vendrían las ilustraciones, como ayuda visual para aclarar los textos ;  el color (oro, plata, púrpura), y el trabajo especializado de iluminadores y miniaturistas. “Allí tiene su origen marginal el cómic. Literalmente: las primeras tiras ilustradas de la historia aparecieron en los márgenes de aquellos antiguos manuscritos. En torno a las letras, surgieron en las páginas increíbles encajes de dragones, serpientes y plantas trepadoras que se enlazaban y se entrecruzaban con una gran riqueza de formas retorcidas. Se poblaron de seres humanos, animales, paisajes, escenas vivaces desarrolladas en series de dibujos. Las pequeñas ilustraciones tenían un marco de orlas vegetales —de ahí deriva el término «viñeta», porque franjas de hojas de vid bordeaban cada recuadro—.”

37. Cuando no se ponía título a las obras, las primeras palabras, la primera frase con que arrancaba, era especialmente significante. Todos recordamos el inicio de obras cumbres de la literatura como “En un lugar de la Mancha”, “La vetusta ciudad dormía la siesta”. Un vestigio de esto son las encíclicas papales, que aún toman su título en latín de las palabras iniciales del texto.

La primeras obras que se titularon fueron las piezas teatrales, pero su finalidad era puramente identificativa. Es en el XIX cuando el título adquiere un cariz poético y un señuelo para el lector.

 

¿Qué es un clásico?

39. Origen de la palabra “lustro”: Según una antigua tradición, el censo había sido creado por el antiguo rey Servio Tulio, y debía efectuarse cada cinco años. Al acabar, se celebraba una ceremonia de purificación en la que se pedía a los dioses bendiciones para el catastro y contra las catástrofes. El rito se llamó lustrum y por eso llamamos «lustros» a los periodos de cinco años.

(…) los clásicos no son libros aislados, sino mapas y constelaciones. Italo Calvino escribió que un clásico es un libro que está antes que otros clásicos; pero quien haya leído primero los otros y después lea aquel reconoce enseguida su lugar en la genealogía. Gracias a ellos descubrimos orígenes, relaciones, dependencias. Se esconden unos en los pliegues de otros: Homero forma parte de la genética de Joyce y Eugenides; el mito platónico de la caverna regresa en Alicia en el País de las Maravillas y Matrix; el doctor Frankenstein de Mary Shelley fue imaginado como un moderno Prometeo; el viejo Edipo se reencarna en el desgraciado rey Lear; el cuento de Eros y Psique, en La Bella y la Bestia; Heráclito en Borges; Safo en Leopardi; Gilgamesh en Supermán; Luciano en Cervantes y en La guerra de las galaxias; Séneca en Montaigne; las Metamorfosis de Ovidio en el Orlando, de Virginia Woolf; Lucrecio en Giordano Bruno y Marx; y Heródoto en La ciudad de cristal, de Paul Auster. Píndaro canta: «Sueño de una sombra es el ser humano». Shakespeare lo reformula: «Somos de la misma materia de la que están hechos los sueños, y nuestra breve vida está circundada por el sueño». Calderón escribe La vida es sueño. Schopenhauer entra en el diálogo: «La vida y los sueños son páginas del mismo libro». El hilo de las palabras y las metáforas atraviesa el tiempo, ovillando las épocas”.

 

Canon, historia de un junco

41. El griego “canon”, significa literalmente «recto como una caña».

42. “Cuando, en algún lugar, el último ejemplar de un libro ardía, se mojaba hasta la podredumbre o era lentamente devorado por insectos, moría un mundo. Nadie más podría leerlo, copiarlo y salvarlo. A lo largo de los siglos, sobre todo durante la Antigüedad y la Edad Media, muchas voces callaron para siempre por extinción. Resulta difícil imaginar a través de qué extraños vericuetos algunas obras minúsculas, infantiles o procaces han llegado hasta nosotros, mientras que otras han sucumbido fruto de los más extravangantes sistemas destructivos”.

Añicos de voces femeninas

43. Sulpicia vivió en el siglo dorado del emperador Augusto. Fue una mujer excepcional por muchos motivos —el más importante de ellos era que pertenecía a ese 1 por ciento de la población romana que hoy clasificamos como élite. Se atrevió a escribir poemas autobiográficos, los únicos versos de amor escritos por una mujer romana de la época clásica que han llegado hasta nosotros. En sus poesías habla una voz femenina que reclama algo poco común en la época: libertad y placer.

Rebelarse contra la moral sexual, aunque fuese durante un breve paréntesis juvenil, supuso un viaje al borde del abismo para Sulpicia. Estaba cometiendo un delito. Poco tiempo antes, Augusto había hecho aprobar una ley —la lex Iulia de adulteriis— que condenaba en procesos públicos las relaciones sexuales de las mujeres fuera del matrimonio —también si eran solteras o viudas—. Tanto ellas como sus cómplices sufrían un severo castigo. Solo quedaban excluidas de la condena las prostitutas y las concubinas. Por eso, cuentan las fuentes que mujeres patricias, de rango senatorial o ecuestre, empezaron a declarar en público que ejercían la prostitución. Se trataba de un acto de desobediencia civil, de un desafío abierto a los tribunales.

Rebelarse contra la moral sexual, aunque fuese durante un breve paréntesis juvenil, supuso un viaje al borde del abismo para Sulpicia. Estaba cometiendo un delito. Poco tiempo antes, Augusto había hecho aprobar una ley —la lex Iulia de adulteriis— que condenaba en procesos públicos las relaciones sexuales de las mujeres fuera del matrimonio —también si eran solteras o viudas—. Tanto ellas como sus cómplices sufrían un severo castigo. Solo quedaban excluidas de la condena las prostitutas y las concubinas. Por Página 355 eso, cuentan las fuentes que mujeres patricias, de rango senatorial o ecuestre, empezaron a declarar en público que ejercían la prostitución. Se trataba de un acto de desobediencia civil, de un desafío abierto a los tribunales.

Supervivencia de los versos de Sulpicia: “No han llegado bajo su nombre, sino insertos entre los poemas atribuidos a un escritor del círculo de su tío, Tibulo”.

“Las atrevidas damas patricias que se lanzaron a invadir el terreno de los hombres tuvieron que respetar ciertas delimitaciones y leyes fronterizas. Solo se les permitió practicar géneros considerados menores o asociados a la vida interior: lírica —Hostia y Perila—, elogios —Aconia Fabia Paulina—, epigramas —Cornificia—, elegías —Sulpicia—, sátira —otra Sulpicia—, cartas —Cornelia, Servilia, Clodia, Pilia, Cecilia Ática, Terencia, Tulia, Publilia, Fulvia, Acia, Octavia Menor, Julia Drusila—, memorias —Agripina —. Conocemos los nombres de tres oradoras que ejercieron durante el breve periodo en el que les estuvo permitido —Hortensia, Mesia y Carfania—, pero no nos ha llegado ni un párrafo original de sus discursos. No hay la menor noticia sobre autoras de épica, ni tampoco de tragedia o comedia, pues de ninguna forma hubieran podido llevar sus obras a los escenarios. Los textos que escribieron estas mujeres romanas han llegado hasta nosotros hechos añicos. En su totalidad se pueden leer en apenas una o dos horas”.

 

Lo que se creía eterno resultó efímero

45. Año 212. “El emperador Caracalla había decretado que todos los habitantes libres del imperio, dondequiera que viviesen, desde Escocia hasta Siria, desde Capadocia a Mauritania, adquirían a partir de ese momento la ciudadanía romana. Fue una decisión revolucionaria que borró de un plumazo la distinción entre autóctonos y extranjeros”.

46. “En el siglo V, la comunidad de la cultura clásica sufrió terribles golpes. Las invasiones bárbaras fueron destruyendo poco a poco el sistema escolar romano en las provincias de Occidente. Declinaron las ciudades. El público culto disminuyó hasta cifras ínfimas —incluso en los mejores momentos había sido una minoría entre la población, pero era una minoría tan considerable que en algunos lugares resultaba una verdadera multitud—. De nuevo, los lectores volvieron a ser tan escasos que, en sus pequeñas islas, perdieron el contacto unos con otros. Tras una larga y lenta agonía, el Imperio romano de Occidente se vino abajo en el año 476, cuando Rómulo Augústulo —el último emperador— abdicó sin hacer demasiado ruido. Las tribus germánicas que se sucedieron en el poder de las provincias no se sentían atraídas por la lectura”.

Malos tiempos para la lírica y la cultura escrita, en general, hasta que siglos después, en 1492, “un tallador de piedras preciosas llamado Gutenberg inventa un extraño copista de metal, que no descansa jamás. Los libros vuelven a expandirse. Los europeos recuperan el sueño alejandrino de las bibliotecas infinitas y el saber sin límites. El papel, la imprenta y la curiosidad liberada de miedos y pecados conducirán a los mismos umbrales de la modernidad”.

Epílogo.

Los olvidados, las anónimas. 1934:Un pequeño ejército de caballos y mulas se aventura cada día por las resbaladizas pendientes y quebradas de los montes Apalaches, con las alforjas cargadas de libros. Los jinetes de esa tropa son, en su mayoría, mujeres — amazonas de las letras—. Al principio, los lugareños del este de Kentucky, en sus valles aislados de los Estados Unidos y del resto del mundo, las observan con ancestral suspicacia”.

“Combatir el desempleo, la crisis y el analfabetismo mediante amplias dosis de cultura sufragada por el Estado: ese era uno de los cometidos de la Work Progress Administration. En torno a 1934, cuando se concibió el proyecto, las estadísticas solo registraban un libro per cápita en el estado de Kentucky. En el empobrecido territorio montañoso del este, sin carreteras ni electricidad, era impensable poner en marcha un sistema de bibliotecas móviles en vehículos, que tanto éxito estaban alcanzando en otras zonas del país. La única alternativa era lanzar a las aguerridas bibliotecarias por las trochas de los Apalaches para que llevasen a cuestas los libros hasta los reductos más aislados”.

“Somos los únicos animales que fabulan, que ahuyentan la oscuridad con cuentos, que gracias a los relatos aprenden a convivir con el caos, que avivan los rescoldos de las hogueras con el aire de sus palabras, que recorren largas distancias para llevar sus historias a los extraños. Y cuando compartimos los mismos relatos, dejamos de ser extraños”.

El último párrafo es un homenaje a los libros y todos aquellos “anónimos” que lo hicieron posible:

“Esta es la historia de una novela coral aún por escribir. El relato de una fabulosa aventura colectiva, la pasión callada de tantos seres humanos unidos por esta misteriosa lealtad: narradoras orales, inventores, escribas, iluminadores, bibliotecarias, traductores, libreras, vendedores ambulantes, Página 373 maestras, sabios, espías, rebeldes, viajeros, monjas, esclavos, aventureras, impresores. Lectores en sus clubs, en sus casas, en cumbres de montaña, junto al mar que ruge, en las capitales donde la energía se concentra y en los enclaves apartados donde el saber se refugia en tiempos de caos. Gente común cuyos nombres en muchos casos no registra la historia. Los olvidados, las anónimas. Personas que lucharon por nosotros, por los rostros nebulosos del futuro”.


2 comentarios:

  1. Magnífico análisis de la obra, estoy totalmente de acuerdo en todo.
    Una narrativa cercana, pero cargada de datos que se necesitan leer y releer.
    Me he encanta vivir aquellas realidades e historias de sus protagonistas.

    "Sin los libros, las mejores cosas de nuestro mundo se habrían esfumado en el olvido". (pág.335)

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    1. Como suele ocurrir, las buenas cosas llegan por casualidad.
      Y esta vez fuiste tú, como anfitriona de nuestro club de lectura, declarada admiradora de Irene Vallejo y, especialmente de El infinito en un junco, quien obraste para que esta lectura cayera en nuestras manos y no nos dejara a ninguna indiferente.
      ¡Gracias! porque de no haber sido así, yo particularmente no me hubiera animado a leerlo y ahora, no solo no me arrepiento, sino que creo que es de esos libros al que volveré más de una vez.

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